La conversión tumbativa – Los casos de Paul Claudel, André Frossard, Manuel García Morente, Narciso Yepes, María Vallejo-Nágera y María Martínez Gómez

Siempre he tenido la gracia de la fe, quizá sea por ello por lo que me fascinan las conversiones tumbativas; esas en las que el «no seas incrédulo sino creyente» -Jn 20, 26- se produce de una manera inmediata por una acción de Dios que transforma las creencias de una forma radical. Así le pasó a Santo Tomás al hablarle Cristo tras la resurrección o, como todos conocemos, a San Pablo camino de Damasco: «Sucedió que, yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía: Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues? Él respondió: ¿Quién eres, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9, 3-5).

Son conocidos casos de conversión tumbativa como los de Paul Claudel (1868-1955), poeta y diplomático; André Frossard (1915-1995), escritor y periodista; Manuel García Morente (1886-1942), filósofo; o Narciso Yepes (1927-1997), músico.

A Paul Claudel, Dios le salió al encuentro en Navidad. Él lo cuenta en Claudel visto por sí mismo: «Así era el desgraciado muchacho que, el 25 de diciembre de 1886, fue a Notre-Dame de Paris para asistir a los oficios de Navidad. Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes… asistía, con un placer mediocre, a la Misa mayor… Los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban cantando lo que después supe que era el Magníficat… Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable… ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!».

André Frossard nació en Francia en 1915. Como su padre, Ludovic-Oscar Frossard, diputado y ministro durante la III República y primer secretario general del Partido Comunista Francés, fue educado en un ateísmo total. Encontró la fe a los veinte años en 1935, en una capilla del Barrio Latino, en la que entró ateo y salió cinco minutos más tarde “católico, apostólico y romano”: «Sobrenaturalmente sé la verdad sobre la más disputada de las causas y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré… Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios. Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la Tierra. Mi mirada… ignoro por qué, se fija en el segundo cirio que arde a la izquierda de la cruz. No el primero, ni el tercero, el segundo. Entonces se desencadena, bruscamente, la serie de prodigios cuya inexorable violencia va a desmantelar en un instante el ser absurdo que soy y va a traer al mundo, deslumbrado, el niño que jamás he sido. Antes que nada, me son sugeridas estas palabras: vida espiritual… Al salir, era un niño, listo para el bautismo… No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana. Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta donde ha habido una brusca transformación… caí en una especie de emboscada: no cuento cómo he llegado al catolicismo, sino como no iba a él y me lo encontré» (del libro Dios existe. Yo me lo encontré de André Frossard).

Manuel García Morente (1886-1942) escribió una carta a su director espiritual, Monseñor José María García Lahiguera, sobre el hecho extraordinario de su conversión. Sus estudios de filosofía lo habían alejado de Dios; estaba en París, donde había llegado huyendo de la Guerra Civil, cuando en la noche del 29 al 30 de abril de 1937 escuchó una obra de Berlioz, La infancia de Jesús: «Cuando terminó (la música) cerré la radio para no perturbar el estado de deliciosa paz en que esa música me había sumergido. Y por mi mente empezaron a desfilar imágenes de la niñez de Nuestro Señor Jesucristo. Seguí representándome otros períodos de la vida del Señor… Y, poco a poco, se fue agrandando en mi alma la visión de Cristo, de Cristo hombre, clavado en la cruz… No me cabe duda de que esta especie de visión (interior) no fue sino producto de la fantasía excitada por la dulce y penetrante música de Berlioz. Pero tuvo un efecto fulminante en mi alma… ¡A rezar, a rezar! Y, puesto de rodillas, empecé a balbucir el Padrenuestro, pero ¡se me había olvidado! Permanecí de rodillas un gran rato, ofreciéndome mentalmente a Nuestro Señor Jesucristo con las palabras que se me ocurrían buenamente Una inmensa paz se había adueñado de mi alma. Es verdaderamente extraordinario e incomprensible cómo una transformación tan profunda pueda verificarse en tan poco tiempo…  Abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro. Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí... Y lo percibía; percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras que estoy trazando... No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y como hipnotizado ante su presencia. Sí sé que no me atrevía a moverme y que hubiera deseado que todo aquello -Él allí- durara eternamente, porque su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía… ¿Cómo terminó la estancia de Él allí? Tampoco lo sé. Terminó. En un instante desapareció. Una milésima de segundo antes estaba Él aún allí y yo lo percibía y me sentía inundado de ese gozo sobrehumano que he dicho. Una milésima de segundo después, ya Él no estaba allí, ya no había nadie en la habitación… Debió durar su presencia un poco más de una hora».

De esta sencilla manera cuenta Narciso Yepes su conversión en una entrevista: «Mi vida de cristiano tuvo un largo paréntesis de vacío, que duró un cuarto de siglo. Me bautizaron al nacer, y ya no recibí ni una sola noción que ilustrase y alimentase mi fe… Desde 1927 hasta 1951, yo no practicaba, ni creía, ni me preocupaba lo más mínimo que hubiera o no una vida espiritual y una trascendencia y un más allá. Dios no contaba en mi existencia. Luego pude saber que yo siempre había contado para Él. Fue una conversión súbita, repentina, inesperada y muy sencilla. Yo estaba en París, acodado en un puente del Sena, viendo fluir el agua. Era por la mañana, exactamente, el 18 de mayo. De pronto, lo escuché dentro de mí… Quizás me había llamado ya en otras ocasiones, pero yo no le había oído. Aquel día yo tenía «la puerta abierta»… Y Dios pudo entrar. No sólo se hizo oír, sino que entró de lleno y para siempre en mi vida… Fue una pregunta, en apariencia, muy simple: «¿Qué estás haciendo?» En ese instante, todo cambió para mí. Sentí la necesidad de plantearme por qué vivía, para quién vivía… Mi respuesta fue inmediata. Entré en la iglesia más próxima, Saint Julian le Pauvre. Y hablé con un sacerdote durante tres horas… Es curioso, porque mi desconocimiento era tal que ni me di cuenta de que era una iglesia ortodoxa. A partir de ese día busqué instrucción religiosa, católica. No olvidé que yo estaba bautizado. Tenía la fe dormida y… revivió. Y ya desde aquel momento nunca he dejado de saber que soy criatura de Dios, hijo de Dios… Un hombre con una cita de eternidad que se va tejiendo y recorriendo ya aquí en compañía de Dios. Así como hasta entonces Dios no contaba para nada en mi vida, desde aquel instante no hay nada en mi vida, ni lo más trivial, ni lo más serio, en lo que yo no cuente con Dios. Y eso en lo que es alegre y en lo que es doloroso, en el éxito, en el trabajo, en la vida familiar, en una pena honda como la de que te llame la Guardia Civil a media noche para decirte que tu hijo ha muerto… Sentí y sigo sintiendo todo el dolor que usted pueda imaginarse…, y más. Pero sé que la vida de mi hijo Juan de la Cruz estaba amorosamente en las manos de Dios… Y ahora lo está aún con más plenitud y felicidad».

Os adjunto los vídeos en los que María Vallejo-Nágera y María Martínez Gómez cuentan sus respectivas conversiones tumbativas.

Mi fe de toda la vida me parece gris al lado de la reciente de ellos. No tengo ese ayuno de fe que ellos han sufrido y que les ayuda a comprender mejor la bendición de poseer esta gracia. Es algo así como lo que le ocurrió al hermano del hijo pródigo de la famosa parábola (Lc 15, 11-32), que no se da cuenta del valor de vivir siempre en la casa del Padre. De cualquier modo, la realidad es que la fe es un gozo pero no es un punto de llegada sino una invitación a caminar confiados por la senda de Cristo; es un «continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar» (Benedicto XVI).

Empezaba citando la conversión de Santo Tomás ante la presencia de Cristo. Tras creer Tomás en su resurrección, Él le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto«. Realmente produce asombro esta acción de Dios extraordinaria de la conversión tumbativa, una bendición de Dios maravillosa. Sin embargo, Jesús nos recuerda a los que no hemos tenido esta vivencia, que somos dichosos por creer sin ver porque también disfrutamos de su presencia real en nuestras vidas. La experiencia de Dios se manifiesta en nuestros actos cotidianos que, iluminados por la fe, nos transforman para seguirlo y, cómo Paul Claudel, nos permiten afirmar: «¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!».

Juan Pablo Navarro Rivas

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